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Un símbolo, una vida, una guerra. (2003)

Sentado en la seguridad de mi hogar, en una tarde tranquila, observo con atención y escucho el comienzo de una guerra. Bagdad está siendo bombardeada por la alianza americana, australiana e inglesa. Sólo puedo observar flashes de luz en el oscuro horizonte de la noche de una silueta que dibuja el grito silencioso de una agonía que comienza para unos y la victoria ruidosa como un cañón que celebran otros. Ser parte de la generación que presenció el comienzo de esta guerra me hace pensar mucho en la historia. Era un adolescente cuando escuchaba hablar a mis padres sobre la guerra del Golfo Pérsico y hoy como adulto me intereso cada vez más en las consecuencias que toda acción bélica deja tras su paso. Si bien es cierto que las grandes naciones del mundo han surgido de las caídas y creaciones de imperios, de batallas y guerras, de luchas sin fin por demostrar su poder y hacer crecer su territorio, también es cierto que el precio que han pagado por ello ha sido caro pero nadie lo comenta. Una vez conversaba con un hombre de pelo blanco, fornido, alto, con la expresión de su rostro endurecida por los años y una mirada buscando la ternura de una vida actual alejada de sus tormentas. En su antebrazo derecho unos números mal tatuados envejecidos con el tiempo. Era un sobreviviente de los campos de concentración de Auswitch. Sus escasas palabras sobre su experiencia vivida en el conocido holocausto hacían referencia a lo joven que era y cómo logró escapar arrastrado sobre la tierra por encima de la cual se erigía una reja de púas y muchos alambres rotos que desgarraban su piel mientras pasaba al otro lado. Sus vivencias durante su estadía en el campo jamás se le oía contar. Su esposa me comentaba que muy poco hablaba de su vida pasada. Hoy es un Judío – Venezolano, exitoso empresario, con una familia que llena sus vacíos recuerdos. Comento todo lo anterior porque cuando de guerra se trata, es y será muy difícil poder imaginar con vívidas imágenes lo que sería tener la experiencia de estar bajo fuego o corriendo en la oscuridad mientras el sonido de metralla retumba en nuestros corazones, temblando sin saber en cual segundo lo oscuro se hará negro y lo negro se hará silencio y el silencio se hará inconsciencia. Henry Dunant tuvo la oportunidad de vivir la experiencia de la consecuencia de la guerra, tan impactante como la guerra misma pero con más angustia al presenciar una muerte tras otra sin poder hacer más allá que el colocar compresas en las heridas, limpiar llagas y decirles adiós. Sin embargo, alguien, en algún momento, tenía que hacer algo al respecto. Le tocó a Dunant. No podía haber sido otro. El hecho de poder describir sus vivencias y proponer la creación de organizaciones de socorro y ayuda humanitaria a nivel mundial sin esperar nada a cambio nos habla de la visión de futuro, humana y clara que tenía un hombre que, en el sufrimiento, encontró la fórmula de salvar más vidas y reconciliar el derecho con la guerra, tarea que se creía casi imposible o muy difícil. El mundo necesitaba tanto organizar sus ideas de cómo mejorar la suerte de los soldados en batalla y aliviar el sufrimiento de los heridos que el crecimiento de la Cruz Roja desde 1858 hasta hoy ha sido tan acelerado como el aumento de sus voluntarios. Comenzando la primera conferencia con 16 gobiernos europeos, la voz se fue corriendo y ningún gobierno que tuviera interés en sus propios soldados defensores de su soberanía y su bandera, querría quedar por fuera en la firma de los Convenios de Ginebra. La necesidad se hizo moda, la moda se hizo principio y hoy por hoy la Cruz Roja es una forma de vida para aquellos que estamos comprometidos a seguir dejando en el mundo una huella con firma propia, con identidad y pertenencia, no será nuestro nombre, ni nuestro rostro, será la firma de un hombre que cambió la historia del mundo, Henry Dunant.
Hoy sentado en la seguridad de mí hogar veo a través de la ventana cómo el atardecer me recuerda que viene un nuevo día, una nueva oportunidad de hacer la diferencia. Cuelgo mi uniforme y preparo el maletín y entre tantos papeles se deja entrever un símbolo, una forma, una norma. Con orgullo me preparo para portar una Cruz Roja y entender por qué día a día somos parte de algo más grande que nosotros mismos. Tal vez, en algún lugar del mundo, en algún momento de nuestra vida futura, ese símbolo nos salve la vida y alguien con voz serena y clara nos diga que “todo estará bien”.